Seleccionar Idioma

viernes, 18 de marzo de 2016

Refugiada
Con la publicación de esta historia, llegamos al final de la serie de relatos ganadores en el certamen somos iguales. En esta ocasión su autora es María Pérez Sánchez, alumna del Colegio Inmaculada Concepción.

 
Ghada recordaba con precisión el día que pisó suelo alemán. Todos en el grupo estaban
sudorosos y exhausto, pero felices al haber logrado huir con éxito de la barbarie que
estaba teniendo lugar en su tierra natal. Habían hecho un camino largo y difícil, andando
durante kilómetros y kilómetros sin apenas descanso, y después viajando por mar, con
la incertidumbre de si llegarían a tierra firme. De aquel día de enero de 2012, en el que
llegaron al campo de refugiados de Botrop, no se le había olvidado un detalle.
Recordaba el sonido de los llantos de niños y adultos, las oraciones de gracias a Allah,
los abrazos entre hermanos, padres e hijos y esposos. Recordaba cómo se había llevado
la mano instintivamente al colgante que un día pertenecí a su madre y cómo las
lágrimas afloraron de los ojos. Recordaba que, mientras los voluntarios les guiaban
hacia el lugar que sería su hogar, sintió los brazos de su hermana mayor, Nadia,
al rededor de sus hombros y pensó que aquel era el comienzo de la mejor etapa de su
vida.

Ghada, su padre y su hermana llevaban ya nueve meses viviendo en el campo de
Botrop, lo cual resultaba chocante puesto que la mayoría de los refugiados no duraban
más de tres semanas en el mismo lugar. Sin embargo, Nadia había pasado cuatro meses
en cama, resultado de una varicela que se había complicado por la falta de asistencia
médica. De este modo, tras recuperarse completamente, su padre, Ahmad, les comunicó
que había llegado el momento de abandonar el que había sido su casa durante casi un
año.

El piso que habían alquilado tenía dos habitaciones, un baño, cocina y comedor pero
estaba en unas condiciones deplorables: había goteras, nidos de cucarachas y daba la
sensación de que el inmueble iba a derrumbarse de un momento a otro, pero la familia
estaba contenta de tener privacidad y un techo para cobijarse. Nadia y Ghada dormían en la misma habitación, mientras que el padre de llas chicas dormía en el cuarto
contiguo. El primer mes no fue nada mal, todas las mañanas Ahmad salía a trabajar muy
temprano y no volvía hasta tarde. Mientras tanto, sus hijas hacían las tareas d ella casa y
rezaban por la prosperidad de la familia. Ghada estaba muy contenta y deseaba de todo
corazón que su madre, en el Cielo, se sintiera orgullosa de ella. Hasta que un día su
padre le comunicó algo que haría que su vida diera un giro de 360 grados: iba a ir a la
escuela. Ella lloró, pataleó y le suplicó a su padre que no la obligara a ir, , pero la
decisión ya estaba tomada y no había vuelta atrás.

El primer día de clase se levantó temprano, como siempre, para rezar y preparar las
cosas del colegio; desayunó, besó a su hermana y se fue. El lugar al que iba era una
institución pública y en el patio donde se reunían todos los estudiantes antes de entrar a
las clases de dio cuenta de que no había ninguna otra chica que llevara el característico
hijab musulmán. De repente se sintió muy sola y deseó que Nadia estuviera a su lado
para abrazarla y consolarla. Estaba a punto de ponerse a llorar, hasta que escuchó a
alguien que gritaba su nombre con un fuerte acento alemán. El grito provenía de una
mujer mayor, con gesto serio y el pelo recogido en un moño gris, que estaba parada en
la puerta del edificio cerca de un corro de niños de la misma edad que Ghada. Ella
pensó que lo mejor sería unirse a ese grupo, así que se acercó a ellos. No obstante, en
cuanto lo hizo notó las miradas de asco y pena que le proyectaban. La chica pensó que
sería por sus zapatos viejos o el vestido que su hermana había remendado, hasta que un
niño gritó en alemán algo que a ella le sonó a “fuera de nuestro país”. En un principio
intentó convencerse de que lo había malinterpretado, ya que su alemán no era
especialmente bueno, pero pasaban los días y no recibía mas que insultos y muestras de
desprecio. Se metían con ella en los descansos, cuando iba a algún rincón del patio a
buscar consuelo en Allah. Incluso algunos profesores la trataban como si fuera estúpida
y le prohibían entrar a sus clases llevando el hijab, por lo que tenía que quedarse en los
pasillos. Se sentía completamente perdida. Odiaba el colegio, odiaba la guerra, odiaba a
los niños y odiaba a su padre por meterla en ese infierno. No comprendía cómo los
chicos de doce años podían llegar a ser tan crueles. Por suerte, aún quedaba gente que
era amable con ella, pero muy pocos.

Dos años más tarde Ghada cumplía quince años y para celebrarlo habían decidido salir a
comer. La joven había desarrollado un fuerte carácter, fruto de todo lo que había vivido
en su corta vida. En el restaurante había una familia compuesta por un hombre, una
mujer, un niño y una niña de unos nueve años de edad, además de otros clientes. Los
adultos de dicha familia no dejaban de mirar con desaprobación a Ahmad y a sus hijas,
y Ghada estaba empezando a ponerse nerviosa. Su hermana, que se dio cuenta de la
inquietud de la muchacha, le apretó la pierna y, con la mirada, le dijo que se calmara.
Sin embargo, no pudo evitar responder cuando oyó que el hombre le día a su esposa:

-Debería darles vergüenza salir así a la calle. Mírales, han venido a invadirnos y a
destrozar nuestro país. Seguro que son terroristas.

Ghada no pudo aguantar más todas esas vejaciones sufridas durante tanto tiempo. No
aguantaba que la trataran como escoria. No aguantaba ser el punto de mira de todos los
insultos. Y, sobre todo, no llegaba a comprender cómo podía haber gente tan ignorante.
Así que, se armó de valor y dijo:

-Señor, creo que usted nunca se ha visto obligado a abandonar su país por una guerra,
creo que nunca ha visto cómo bombardeaban su ciudad. Creo que nunca ha vivido
durante nueve meses en condiciones pésimas, junto con otras quinientas personas en la
misma situación que usted. Creo que nunca le han insultado por su religión o le han
llamado terrorista y cero que sus hijos nunca han sido insultados por el color de su piel
o por la forma de vestir Y no me malinterprete, señor, no se lo deseo a usted ni a nadie.
Así que, por favor, solo pido un poco de respeto para mi familia y para todos los
refugiados que se encuentran en la misma situación que yo. Créame, si mi hogar natal
no estuviera completamente calcinado yo no estaría aquí.

De lo que pasó a continuación no recordaba mucho. Recordaba que los clientes la habían aplaudido y que el hombre que la había insultado se acercaba a pedirle perdón.
Recordaba cómo alguien había grabado su “discurso” y lo había subido a internet, para
luego convertirse en un vídeo viral que había dado la vuelta al mundo. A partir de
entonces nadie la había vuelto a insultar; había podido ir al instituto con tranquilidad
había hecho amigos nuevos y se había mudado con Nadia y su padre a un piso más
amplio.

Hoy en día va a empezar la universidad en Berlín, un nuevo capítulo en su vida. Se
siente bien, querida por sus amigos y su familia y cree firmemente que su vida no puede
ir a mejor.


No hay comentarios:

Publicar un comentario